Antes de nada, felices fiestas y/o vacaciones de invierno a los pocos lectores que conserva este blog.
Es fecha de mazapanes, villancicos y balances anuales. Como ando poco inspirada, me ha dado por mirar los propósitos que me marqué para este año y casi muero de risa. En serio, hay entradas de blogs que deberían autodestuirse. ¿Cuándo inventarán esa aplicación? En fin, haciendo así un resumen amplio, este año ha sido muy malo. Y no estoy deseando que se acabe porque el que viene puede ser aún peor. Dicen que son rachas, pero sigo empeñada en que Dios, la providencia, el destino o lo que quiera que haya rigiendo el universo, me tiene manía y me fustiga constantemente con el látigo de su desprecio. Como siga así, pronto podré ser un personaje de Federico García Lorca. Así que al próximo año, al 2010, le pido básicamente que no me toque los cojones.


Entré en aquella tienda por pura casualidad. Necesitaba hacer un simple trámite y me pillaba de camino. Abro la puerta y el dependiente levanta su cabeza atraído por el ruido. Sus ojos castaños me dejan con el culo torcido. Ante mí se muestra la perfecta reencarnación de un Dios Celta. Qué disparate de niño, discurro para mis adentros y, automáticamente, el color rojo invade mi rostro. Llega mi turno. A ver lo que digo –pienso- que en estos casos suelo soltar unas burradas del quince. El trámite se completa cordial y rápidamente. Todo ha resultado indoloro, sólo que me llevo sus ojos clavados en el alma. Me percato al salir que tengo en mi mano un ticket en el que pone: “Le atendió…” y le sigue su nombre.





