miércoles, 27 de agosto de 2008

Dar vueltas

Algunos seres humanos nos caracterizamos por tener una especie de grill para pollos asados en la cabeza. Con él le damos vueltas a los pensamientos hasta marearlos a ellos y terminar mareándonos nosotros. Es curioso como, a veces, unas simples palabras te pueden martirizar durante semanas.

Supongo que el remedio está en actuar y pensar menos o, directamente, en no darle vueltas a la cabeza. Todavía no he logrado averiguar si realmente sirve de algo analizar todos los pros y los contras, los posibles contraprós, pasados, presentes y futuribles de las cosas. No sé si sufre menos quien hace las cosas sin meditar. No sé si es más infeliz quien traza delicadamente sus pasos.

Debería existir un límite legal para analizar pensamientos. Quizá no sería justo, pero yo al menos podría olvidar que tengo que averiguar por qué me has olvidado.


lunes, 18 de agosto de 2008

All you need is...

Alguna vez os habéis preguntado cómo se enamoran dos frikis. Aquí tenéis la respuesta...

miércoles, 13 de agosto de 2008

Historias patéticas IV

Sentaba mi agosto en la terraza de turno. Entre los temas de actualidad, surgen las Olimpiadas. Cada cual comenta su fijación deportiva a la hora de plantar el alma frente al televisor. En un usual cruce de borderías, me comentan que lo mío son los “deportes de suelo”. Y es que, cuando era joven, tuve una etapa bastante inestable. Siempre he pensado que mi falta de equilibrio juvenil se debía al desarrollo final del oído interno, aunque reconozco que los mamporros solían coincidir con la masiva ingesta de alcohol de la edad del pavo. Entre todas las caídas, que fueron varias, hay una que siempre destaca en el anecdotario. Ahí voy.

Tenía la estupenda edad de 16 años. Era sábado por la noche y veníamos de terminar con las existencias de Estrella de Levante de aquel bar de cuyo nombre no quiero acordarme. Por aquellos tiempos, era un complemento bastante recurrente en mi look un bolso terriblemente feo, tipo bandolera y de varios colores fosforitos. Llegamos a la calle donde estaban instaladas todas las terrazas. La gente, por cientos, disfrutaba su cervecilla o pincho acogidos por el buen ambiente de la noche murciana.

De repente tropecé, como siempre, en la raya de un lápiz. Si recordáis el anuncio aquel de tú pasa el pronto que yo paso el trapo, podréis haceros una idea de lo que me ocurrió. Aquello fue lo que yo denomino una caída de arrastre, porque me deslicé por toda aquella calle, alcanzando una longitud en metros digna del primer premio del Qué apostamos. Por un momento pensé en la gente que estaba tranquilamente sentaba en la calle más concurrida de la ciudad un sábado por la noche y vio pasar un proyectil con forma de muchacha. Y allí me encontraba yo, tumbada en el suelo, boca abajo y sin querer levantarme de la vergüenza.

El caso es que un muchacho, piadoso y bondadoso, corrió a levantarme de aquel suelo que había besado con pasión. Yo estaba que me daba algo y tan nerviosa me puse que no me di cuenta de que el bolso se me había enredado entre las piernas, así que di un pasito corto y en el segundo me fui otra vez al suelo. Por segunda vez en un minuto me encontraba cara al asfalto y la vergüenza era un concepto que ya había dejado de definir lo que sentía.

Aquel buen muchacho me volvió a levantar, aunque la risa apenas le dejaba fuerzas para hacerlo. Cuando volví a casa, ya se me había pasado la borrachera. Claro que llevaba las medias rotas, la ropa manchada y los brazos magullados. Y aquella noche, mis padres me castigaron y todavía no sé por qué.

PD: Esta anecdotilla, tan real como cierta, está especialmente dedicada a mi niño de donde la tele, para que se ría un rato, que le hace falta. Al mal tiempo, quítame allá esas pajas.

viernes, 8 de agosto de 2008

La lección del autobús

Esperaba el autobús para ir a la universidad como cada día. Pese a que las agujas del reloj se acercaban tímidamente a señalar las 8 y las 12, ya tenía los ojos bien abiertos. Aún así le invadía esa extraña sensación de estar rodeada de gente que apenas podía sentir. Hizo un esfuerzo e intentó reconocer, entre las personas que esperaban el transporte público, alguna cara conocida con la que poder charlar, pero no tuvo suerte. El esfuerzo se repitió con el mismo resultado, pero esta vez dentro del autobús. Le daba la impresión de que ese día había decidido llegar a clase demasiado temprano, pues no viajaba con ella ni un solo estudiante.

Tomo asiento y sacó el libro que llevaba entre manos. De pronto, escuchó una voz que le preguntaba algo sobre las páginas de la novela. No tuvo más remedio que apartar su vista de las líneas y fijarse en la persona que tenía en el asiento de enfrente. Era un chico, más o menos de su edad. El contraste entre ellos era sobresaliente. Ella tenía una larga y negra melena rizada, tez pálida, ojos oscuros y vestía de negro de la cabeza a los pies. Él tenía el cabello corto y rubio, piel tostada, ojos azules y vestía de blanco inmaculado de la cabeza a los pies. Lo curioso fue que aquel chico estaba leyendo el mismo libro que ella, de la misma editorial y edición. -Digo que qué página llevas-, repetía quizá por tercera vez, dado el tono de su voz. Ella dejó de examinarlo y, un poco cortada, sólo contestó un número. El muchacho sonrió mientras giraba su libro, abierto justo por la página que ella acababa de mencionar. Comenzaron a intercambiar sus impresiones sobre aquella novela, charlaron sobre los personajes y el trasfondo, rieron e incluso vaticinaron un final y se prometieron que, al terminar las páginas, recordarían el desenlace que propuso el otro.

De pronto él se sobresaltó. Se había pasado dos paradas con la charla y ahora tendría que caminar hacia atrás para llegar a su destino. Ella se sintió mal por ser la causante de su despiste, pero pensó que, en su lugar, no sólo le habría pasado lo mismo, sino que quizá hubiese llegado hasta el final del trayecto. Aún con las prisas, el chico se detuvo a susurrar al oído de la chica: - Fíjate en lo distintos que somos- le dijo- pero hemos encontrado algo que nos ha unido y nos ha hecho especiales el uno para el otro. No dejes de buscar ese algo que te una a todo lo que te rodea. Aunque superficialmente creas que no hay nada, todos estamos conectados por un pequeño vínculo.- Arrastró sus labios hasta la frente de la chica y le dio un dulce beso antes de bajar del autobús.

Las puertas se cerraron y sólo entonces se dio cuenta de que todos los viajeros la miraban con cara de póker. Sólo entonces pudo tomar conciencia de lo que había pasado. Sólo entonces pudo analizar con detenimiento. Y sólo entonces comprendió que, a veces, los desconocidos pueden dar grandes lecciones.