Sentaba mi agosto en la terraza de turno. Entre los temas de actualidad, surgen las Olimpiadas. Cada cual comenta su fijación deportiva a la hora de plantar el alma frente al televisor. En un usual cruce de borderías, me comentan que lo mío son los “deportes de suelo”. Y es que, cuando era joven, tuve una etapa bastante inestable. Siempre he pensado que mi falta de equilibrio juvenil se debía al desarrollo final del oído interno, aunque reconozco que los mamporros solían coincidir con la masiva ingesta de alcohol de la edad del pavo. Entre todas las caídas, que fueron varias, hay una que siempre destaca en el anecdotario. Ahí voy.
Tenía la estupenda edad de 16 años. Era sábado por la noche y veníamos de terminar con las existencias de Estrella de Levante de aquel bar de cuyo nombre no quiero acordarme. Por aquellos tiempos, era un complemento bastante recurrente en mi look un bolso terriblemente feo, tipo bandolera y de varios colores fosforitos. Llegamos a la calle donde estaban instaladas todas las terrazas. La gente, por cientos, disfrutaba su cervecilla o pincho acogidos por el buen ambiente de la noche murciana.
De repente tropecé, como siempre, en la raya de un lápiz. Si recordáis el anuncio aquel de tú pasa el pronto que yo paso el trapo, podréis haceros una idea de lo que me ocurrió. Aquello fue lo que yo denomino una caída de arrastre, porque me deslicé por toda aquella calle, alcanzando una longitud en metros digna del primer premio del Qué apostamos. Por un momento pensé en la gente que estaba tranquilamente sentaba en la calle más concurrida de la ciudad un sábado por la noche y vio pasar un proyectil con forma de muchacha. Y allí me encontraba yo, tumbada en el suelo, boca abajo y sin querer levantarme de la vergüenza.
El caso es que un muchacho, piadoso y bondadoso, corrió a levantarme de aquel suelo que había besado con pasión. Yo estaba que me daba algo y tan nerviosa me puse que no me di cuenta de que el bolso se me había enredado entre las piernas, así que di un pasito corto y en el segundo me fui otra vez al suelo. Por segunda vez en un minuto me encontraba cara al asfalto y la vergüenza era un concepto que ya había dejado de definir lo que sentía.
Aquel buen muchacho me volvió a levantar, aunque la risa apenas le dejaba fuerzas para hacerlo. Cuando volví a casa, ya se me había pasado la borrachera. Claro que llevaba las medias rotas, la ropa manchada y los brazos magullados. Y aquella noche, mis padres me castigaron y todavía no sé por qué.
PD: Esta anecdotilla, tan real como cierta, está especialmente dedicada a mi niño de donde la tele, para que se ría un rato, que le hace falta. Al mal tiempo, quítame allá esas pajas.