Paseaba por un jardín de la ciudad de Murcia en el día en el que se conmemoraba la carta de derechos del niño y la niña. Tras toda una semana de actividades más o menos institucionales en los colegios, los críos disfrutaban de una soleada mañana de domingo rodeados de payasos, magos, globos de colores y juguetes.
En dicho jardín, varias asociaciones locales habían instalado expositores. En ellos ofrecían actividades para que los niños se pudiesen entretener. Además de los juegos, decenas de monitores intentaban inculcar una lección para que los pequeños aprendieran sin dejar de divertirse. Obviamente, cada asociación trabajaba con el tema al que se dedicaba; las ecológicas regalaban plantas a los críos y les enseñaban a cuidarlas; las que trabajan con inmigrantes exponían el problema de las pateras mediante murales que los niños debían colorear…
De vuelta al trabajo observé un expositor realmente bonito. Tras él, un panel metálico decorado con decenas de figuritas de colores. El nombre de la Asociación no me sonaba, así que me acerqué a preguntar. Me informé de que era una asociación que trabaja con niños con cáncer. En este expositor, los menores debían hacer un dibujo para pegarle un imán y poder así colocarlo en la colorida pared metálica que había tras el expositor. Como premio, escribían un deseo y lo dejaban en una cajita de plástico transparente. A la misma vez que dejaban su deseo, podían coger otro para conocer lo que más quería en el mundo el niño que pasó por allí antes.
Pero esa caja ya llegó llena de deseos, los de los niños que no pudieron salir a la calle a jugar ese día; los niños enfermos de cáncer que pertenecían a la asociación. Cuando terminaron de explicarme en qué consistía aquello, miré hacia la caja y puede ver cómo un niño acababa de dejar un deseo. Aproveché para preguntarle.
Aquel chiquillo me dijo que se llamaba Pedro y que tenía 7 años. No me quiso decir lo que había puesto en su deseo, porque le habían comentado que sino, no se cumplía. Saqué mis mejores dotes de negociadora y accedió, al menos, a mostrarme el deseo que había cogido tras dejar el suyo. Ambos leímos en aquel papel: “Mi máximo deseo es poder jugar un partido de fútbol, correr tras el balón y marcar un gol”. Pedro me miró con ojos tristes. Había entendido aquel deseo tan bien como yo.
En dicho jardín, varias asociaciones locales habían instalado expositores. En ellos ofrecían actividades para que los niños se pudiesen entretener. Además de los juegos, decenas de monitores intentaban inculcar una lección para que los pequeños aprendieran sin dejar de divertirse. Obviamente, cada asociación trabajaba con el tema al que se dedicaba; las ecológicas regalaban plantas a los críos y les enseñaban a cuidarlas; las que trabajan con inmigrantes exponían el problema de las pateras mediante murales que los niños debían colorear…
De vuelta al trabajo observé un expositor realmente bonito. Tras él, un panel metálico decorado con decenas de figuritas de colores. El nombre de la Asociación no me sonaba, así que me acerqué a preguntar. Me informé de que era una asociación que trabaja con niños con cáncer. En este expositor, los menores debían hacer un dibujo para pegarle un imán y poder así colocarlo en la colorida pared metálica que había tras el expositor. Como premio, escribían un deseo y lo dejaban en una cajita de plástico transparente. A la misma vez que dejaban su deseo, podían coger otro para conocer lo que más quería en el mundo el niño que pasó por allí antes.
Pero esa caja ya llegó llena de deseos, los de los niños que no pudieron salir a la calle a jugar ese día; los niños enfermos de cáncer que pertenecían a la asociación. Cuando terminaron de explicarme en qué consistía aquello, miré hacia la caja y puede ver cómo un niño acababa de dejar un deseo. Aproveché para preguntarle.
Aquel chiquillo me dijo que se llamaba Pedro y que tenía 7 años. No me quiso decir lo que había puesto en su deseo, porque le habían comentado que sino, no se cumplía. Saqué mis mejores dotes de negociadora y accedió, al menos, a mostrarme el deseo que había cogido tras dejar el suyo. Ambos leímos en aquel papel: “Mi máximo deseo es poder jugar un partido de fútbol, correr tras el balón y marcar un gol”. Pedro me miró con ojos tristes. Había entendido aquel deseo tan bien como yo.