Cuando era muy pequeña, me dijeron que las lágrimas eran un
signo de debilidad, que si me veían llorar se abalanzarían sobre mí como si
fuese un cachorrillo indefenso. En realidad lo era, y lo sigo siendo. Al poco comprendí que la vida empezaría bien
pronto a ponerme a prueba y que no podía permitirme el lujo ni de ser débil ni
de mostrarlo. Con un férreo entrenamiento, lo conseguí. El día a día también
ayudaba. Al final, desterré las lágrimas de mi rostro para siempre y con el
tiempo dejé de llorar. Me revestí de un frío caparazón de acero que apenas me
dejaba expresar mis sentimientos. No me sentía ni mejor ni peor, sólo incapaz.
Luego llegó él…
…Y luego se fue.
Y ahora todas esas lágrimas contenidas están brotando
juntas, silenciosas, sin poderlas controlar. Una tras otra caen sobre mi pecho
frío y me nublan la vista. Tal vez tenía que haber llorado antes y este
torrente de dolor que brota de mis ojos sea el castigo por no haberlo hecho.
Quizá hasta lo merezca. Sólo espero que algún día todas estas lágrimas se
transformen en hermosos recuerdos.