Había luna llena y hacía demasiado frío para la época del
año que era. Como venía siendo costumbre, el enfado hacía su aparición en el
minuto uno. Quedaba una larga e incómoda velada por delante. Intentaba pegar mi
cabeza a su pecho para resguardarme de la gélida noche, pero él no me dejaba.
En uno de los intentos lo conseguí, aunque apenas noté calor. Ahora no podría
reconocer ni una sola de las canciones del que sería nuestro último concierto,
nuestra última noche, nuestro último “nuestro”. Lo cierto es que no estaba prestando atención
a la música, sólo escuchaba el ritmo de dos corazones que estaban dejando de
latir.
Al terminar la actuación hablamos y las palabras se
volvieron dardos –unos con más veneno que otros-. Nos fuimos tocando en cada
frase hasta que terminamos hundidos. Cada vez hacía más frío, pues al de la
calle se sumaba el que se iba instalando en nuestros cuerpos. Nos despedimos
con un tímido abrazo y un adiós, ni nuestros ojos ni nuestros labios se
buscaban ya. Sólo queríamos salir corriendo.
Luego vinieron los reproches, las palabras más hirientes que
jamás me hayan dicho, las discusiones y las lágrimas. Dicen que el tiempo cura
más que el sol y espero que ese tiempo me vaya devolviendo los buenos recuerdos
anteriores a la última noche, ahora bloqueados por el dolor. Mientras, me
aferro a cada uno de mis suspiros para poder continuar.