Me gustan tus manos. No tienen nada en especial, sólo que son especiales. Podría diferenciarlas entre un millón. No por su textura o tamaño, sino por la forma en la que te entretienes recorriendo tímidamente mi piel con tu dedo meñique.
Quiero que sepas que he intentado matar sentimientos desde el primer día en el que apoyaste mi cabeza sobre tu pecho. Pero, en esta ocasión, los sentimientos han decidido plantarme cara y desde hace semanas me veo inmersa en una especie de cruzada. He ofrecido a mis soldados la recompensa del descanso eterno si consiguen vencer, pero el enemigo es fuerte.
No convienes; lo dices tú y quienes te conocen bien. No sé si juegas o sientes o si, simplemente, juegas a sentir, pero cada vez que tiras el dado, derribas a cientos de los soldaditos que velan para que pueda mantener el aliento cuando estás cerca.
Te odio a ratos, aunque en algunos momentos llego a pensar que realmente podríamos hacernos felices, no como los príncipes de los cuentos, sino como los escritores atormentados con sus musas.
Intento psicoanalizarte a ciegas y desprendes ternura y crueldad a partes iguales. Así que, en medio de este doloroso desconcierto, voy a dejar de maldecir tu existencia para pasar a maldecir mi estupidez pues, pese a los años y la experiencia, todavía no quiero entender que uno no sufre si dos no quieren.
Quiero que sepas que he intentado matar sentimientos desde el primer día en el que apoyaste mi cabeza sobre tu pecho. Pero, en esta ocasión, los sentimientos han decidido plantarme cara y desde hace semanas me veo inmersa en una especie de cruzada. He ofrecido a mis soldados la recompensa del descanso eterno si consiguen vencer, pero el enemigo es fuerte.
No convienes; lo dices tú y quienes te conocen bien. No sé si juegas o sientes o si, simplemente, juegas a sentir, pero cada vez que tiras el dado, derribas a cientos de los soldaditos que velan para que pueda mantener el aliento cuando estás cerca.
Te odio a ratos, aunque en algunos momentos llego a pensar que realmente podríamos hacernos felices, no como los príncipes de los cuentos, sino como los escritores atormentados con sus musas.
Intento psicoanalizarte a ciegas y desprendes ternura y crueldad a partes iguales. Así que, en medio de este doloroso desconcierto, voy a dejar de maldecir tu existencia para pasar a maldecir mi estupidez pues, pese a los años y la experiencia, todavía no quiero entender que uno no sufre si dos no quieren.